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domingo, 23 de junio de 2013

Muntogüers (continuación).


Eran las diez y media de la noche y sentía un vacío enorme en el pecho, de esos que te sofocan y te hace creer que hasta la más ínfima boludez es de pronto una tragedia, como cuando estás llegando a la parada de tu bondi, ves pasar a uno en tu cara y sentís que la vida se ríe de vos o como cuando a tu vieja se le ocurre la magnífica idea de gritarte todos los errores que cometiste a lo largo de toda tu vida en la calle, en plena avenida. Lo peor de este sentimiento era que si bien se iba y venía, era constante. Cuando no estaba a flor de piel y era notorio, estaba escondido, pero no desaparecía del todo. No era algo que uno podía hablar con cualquiera. “Siento que me pesa el corazón y que me voy a morir pero no sé por qué”. No, no tenía sentido.

No había lugar en mi casa que me trajera un poco de paz así que decidí salir del edificio a caminar y tomar un poco de aire fresco. Mamá no estaba en casa porque se había ido a cenar a lo de su novio. No creía que fuera a volver hoy.

Me senté en el rellano de la escalera y apoyé mi cabeza en mis piernas. Preferí no caminar, no estaba de ánimo. Cerré los ojos por un buen rato y dejé que la brisa que pasaba me rozara la cara.

Después de un rato de estar así una voz me sacó de mis pensamientos.
-          Flaca, ¿estás bien? – levanté la cabeza.
Una chica más o menos de mi edad, flaquita y pequeña de huesos, de rasgos muy delicados que sostenía una caja de cartón me estaba mirando. Tenía el pelo teñido de color bordó y unos enormes ojos grises.
-          Sí, ¿por qué?
-          Eh… nada, es que pasé y te vi toda acurrucada y pensé que estabas llorando o algo.
-          Ah, no. Estoy bien. – Sonreí un poco. Ni muy exagerado, para que pareciera que estaba diciendo la verdad, ni muy débil, para que pareciera que estaba diciendo la verdad.

-          Mía. – Vaya forma tan automática de presentarse.
-          Luna.
-          ¿Qué hacés tan tarde por acá?
-          Vivo acá, en este edificio. Salí a… despejarme un poco.
-          Ah, entiendo. – Se sentó al lado mío sin que yo le diera mi permiso. – Yo tengo que llevar esta caja acá a la vuelta, tiene una máquina de escribir del año del pedo que mi abuela acaba de vender, ¿sabés? Un garrón. Pesa mucho.
Yo no te pregunté qué tenías que hacer o a dónde tenías que ir.
-          Yo quisiera tener una máquina de escribir. – Le dije.
-          No quisieras, creeme. – Sí quiero, tarada. – es una paja el hecho de que cuando tocás las teclas se van muy para adentro y tenés que ser muy delicada porque hacen un ruido tremendo. Además son incomodísimas para llevar a donde sea.
-          Igual, me parece mucho más poética la idea la idea de escribir cosas en una máquina de escribir, como si ese momento estuviera enfrascado en una cápsula del tiempo de otra época. Me haría sentir que estoy en otro mundo.
-          En tu mundo, flaca. En tu mundo.
Me llamo Luna, no flaca. Detesto que la gente llame así a las personas cuando no conocen o no recuerdan sus nombres. “Flaca, amiga, chabona”… Suena tan despectivo.
-          Eh, loca, ¿me acompañás a llevar la caja?
Buah.
-          Me llamo Luna.
-          Perdoná, tengo mala memoria. Luna, ¿me acompañás?
-          Dale. – La verdad es que ya me caíste mal, pero bueno, no tengo nada mejor que hacer.

Caminamos en silencio. Mejor dicho, yo caminé en silencio, porque ella se la pasó hablando de millones de cosas. Que cuánta fiaca le daba estudiar, que por qué su vieja era tan mala, que su grupo de amigos la aburría porque se sentía intelectualmente superior, en fin. Hicimos dos cuadras y llegamos a una casa de madera con la pintura gastada. Mía tocó la puerta y un chico con un pijama, todo despeinado y con unos anteojos estilo John Lennon nos abrió. Al verla sonrió.
-          Esperame acá. Entro a dejarle esto en la mesa y listo.
Le hice caso a mi nueva conocida aunque no tenía la menor gana de esperarla. A los cinco minutos salió contando billetes y sonriendo, triunfante.
-          Luna, ¿no querés ir a tomar algo? Yo invito.
-          Nah. Me tengo que ir.
-          Bueno, pásame tu celu.
¿Qué te hizo creer que iba a pasártelo? Ni te conozco.
-          Dale. – Ella me dio su brazo y una lapicera que sacó del bolsillo del jean y yo se lo anoté.
-          Alguno de estos días te mando un mensaje para que nos volvamos a ver. Me caíste bien, chab… Luna.
Noté como se corrigió y le sonreí. Fue una sonrisa sincera.
-          Vos a mí también, Mía.
Me caíste como el culo.

2 comentarios:

  1. Entre la música y lo escrito, logre sentir lo que sentía Luna con tan solo dejarme llevar.
    Es muy interesante lo que escribes, me gusta.
    Muy bueno la verdad :P

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