Esto que está acá es tan lindo. Esto que persiste y se queda
para siempre. Mi droga.
La droga que me consume, que es capaz de apagarme y
encenderme de un momento para otro. La droga que me pone de mil humores y que
provoca en mí el estado ciclotímico más revoltoso posible. La droga que me
enceguece y me hace ver todo en paz. Todo lindo. Todo feliz.
La droga que me altera y me hace querer arrancarme el pelo.
Me hace bajar mil revoluciones y pensar todo veinte veces.
Mi droga. La droga que no se consigue en ningún lado y que
las personas que la obtienen la consumen de forma diferente. Yo aprendo.
Es muy difícil manejar todo lo que esta droga provoca. Yo
estoy aprendiendo. Aprendo, me equivoco, me enojo, lloro. Pero aprendo. Y me
hace feliz eso. Y aprendo a controlar sus efectos que apenas empecé a
consumirla eran tan abrumadores y diferentes que no sabía ni que sentir.
Pasaron casi diez meses desde que la uso. Consumo personal,
nadie me la puede sacar. Me hice drogadicta. No puedo dejarla y no quiero
dejarla. No voy a dejarla, por nada ni
nadie.
La poseo y es sólo mía. No dejo que nadie más la toque,
siquiera la comparto para consumirla. Me hace tan feliz y me llena tanto que no
soy capaz de repartirle ningún exceso de felicidad a nadie. La felicidad me
desborda desde que la consumo. Tengo sobredosis constantes. Pero esos derroches, esas gotas que se caen, se
renuevan.
No son gotas que se caen y se pierden. Se caen, pero tal
como la lluvia cuando cae por su propio peso de las nubes y forma mares, lagos,
se renueva. Está en un ciclo eterno. Se recicla.
A muchos drogadictos les cuesta porque lo niegan o les duele
aceptar que lo son. Pero yo no. Yo lo acepto feliz, y hasta digo que jamás en
el mundo dejaría de consumir mi droga. Porque me hace tan feliz, una felicidad
tan plena, tan pura que nadie ni nada más puede causarme, que nunca la dejaría.
Nunca la dejaría.
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