Cuando comienza a sonar él ya no siente lo mismo que antes. Cuando las cosas eran perfectas y pálidas, como recuerdos borrosos, él se sentía feliz. Ahora todo lo que creció y floreció está marchito, como ya su pequeño roto corazón. Y no llueve, está todo seco, entonces él ya no entiende. Y todo gira vertiginosamente para un extremo u otro pero nunca nada queda equilibrado en la añorada paz que él sentía en su vida de imágenes polaroid. Y para, y para, pero nunca se detiene por completo. Llega el tren, pero él no sabe si tomárselo porque no cree estar seguro de poder dejar todo atrás. Todo eso, tan lindo, tan completo y tan descuidadamente armado. Es como un vívido sueño que le quedó pegado en la memoria, pero él asegura que fueron cosas reales, que sucedieron pero paulatinamente el pálido rosa de su voz se va destiñendo más y más en su memoria, y la palidez de aquella tarde que compartieron juntos se torna borrosa como una leve neblina que acompaña sus pensamientos, y la palidez de cuando el silencio ya se les tornó cómodo a causa de tanta confianza se está esfumando. Compás, compás, dos por cuatro. Lo empiezan a aplaudir por cosas que no hizo. Sonrisas que nunca arrancó, promesas que nunca cumplió, acordes que nunca aprendió, silencios que nunca rompió, y por sobre todo: sentimientos que nunca expresó. Chas, chas, chas. El Ministerio de las Cosas está ahí presente para adular y apremiar la inocencia que todavía había en su alma, cosa que en esos tiempos ya toda la gente había perdido. Move, move, move.
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