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lunes, 26 de agosto de 2013

Pensamiento instalado.

Mi lista consistía en tres simples pasos:
1. Ir hacia el acantilado.
2. Pensar.
3. Saltar.

Paso uno: ir al acantilado. Este fue el más fácil. Me levanté un domingo a las cuatro de la tarde y lo primero que hice fue buscar con qué tipo de ropa quería morirme. ¿Algo casual, como para que la gente piense que no lo planeé? ¿Algo formal y delicado para conservar mi femineidad hasta en mi último día? ¿Algún disfraz que represente quien yo siempre quise ser? ¿El uniforme del colegio? ¿Ropa interior para que saquen hipótesis de que me violaron? ¿Desnuda?
Decidí ponerme un vestido bonito y ya. Era invierno y hacía un frío de morirse. El vestido era muy de verano, pero siempre me gustó y es lo que a mi gusto mejor me queda. Me hacía ver simpática y fresca a pesar de la rígida y forzosa postura que iba a quedar tras romperme todos los huesos contra las piedras.
Habiéndome arreglado un poco (lo típico: lavarse la cara, los dientes, peinarse, pintarse, ponerse un perfume rico) salí de casa y caminé los veinte metros que me separaban de mi suplicio. Me senté en el borde del acantilado pensando en que probablemente me haya manchado el culo con tierra y moho que había en el suelo. Carajo.

Paso dos: pensar. ¿En qué podía pensar? ¿En qué suele pensar la gente cuando va a suicidarse? ¿En sí mismas? ¿En sus seres queridos? ¿En su vida contada mediante imágenes efímeras? ¿En nada?
Empecé a ver qué podía priorizar o no y me concentré en resumir todo lo que acababa de pensar pero basado en mí.
Pensé en mí. Pensé en cómo soy. Pensé en lo poco que me agrado y lo mucho que me detesto. Pensé en mi cuerpo y en lo desconforme que estoy con él. Pensé en mi inteligencia mediocre y en lo paupérrima que era mi imaginación. Pensé en que toda la vida quise hacer muchas cosas a la vez: cantar, bailar, tocar el piano, la guitarra, el saxofón, hacer yoga, ir al gimnasio, pintar, dibujar, publicar libros, modelar, viajar, aprender y conocer gente nueva constantemente. ¿Habría logrado todos esos propósitos? Lo dudo.
Pensé en las personas a las que desde chica se me enseñó que tengo que respetar y amar: mamá y papá. Mamá tan buena y papá tan alejado. Mamá tan cariñosa y papá tan frío. Mamá tan buena mamá y papá tan buen papá. Mamá y papá tan preocupados por mí siempre. Mamá y papá con amor. Mamá y papá tan yo.
Después pensé en ellas. El grupo que formé con el tiempo. Mis amigas. Tan lindas todas, tan lindas. Todas tan distintas entre sí. Tan lindas, tan distintas y tan buenas personas.
Pensé en él. Tan perfecto. Tan lindo y tan bueno. Tan único y tan mío. Sólo mío. Tan increíble. A él sí que lo voy a extrañar.
Se me ocurrió pensar en mi vida. Mi vida que de vivida tuvo apenas un cachito. Mi vida tan feliz y tan linda. Tan común y tan corriente. Tan mediocre. Tan plena y tan bonita. Mi vida cortita. Mi vida a la que tanta fe le puse. Tantas cosas quise hacer: aprender, viajar, amar.
Probablemente extrañe mis momentos de elocuencia mental como el que estoy teniendo en este momento.

Paso tres: saltar. El paso más difícil y decisivo. El paso que cambiaría todo. ¿Saltar o no saltar? Saltar. Ya estoy acá, hace tiempo vengo sopesando esta idea. Así quiero morirme, tirándome por un acantilado. Esta es la única decisión de la cual me arrepienta o no me arrepienta (cosa que nunca voy a poder lamentarme) nunca voy a saber sus consecuencias. Esta es la única acción por la que la gente va a decir que tengo los ovarios bien puestos. Esta es la única manera de frenar y terminar con mi mundo inestable de una vez por todas.
Me paré lentamente. Fui soltándome del suelo al que tan aferrada me quedé cuando estaba pensando y me limpié las manos con el vestido. Total ya me manché el culo con tierra. Por un segundo observé todo como si fuera una narradora en tercera persona y deseé haberle gritado a la chica que estaba por cometer el error más grande y cobarde de su vida: "¡pará, no saltes, te juro que te vas a arrepentir!". Pero ya era tarde.
Respiré hondo. Muy hondo. Me paré con los dos pies rozando la punta del acantilado y abrí los brazos extendiéndolos como si fuera la Virgen María o algo así. Qué sensación de libertad tan linda y tan única.
Cerré los ojos y lo que sospecho que fue una lágrima viajó rápidamente por mi cara.
Y salté.

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